La ley del hambre, de Ana Ballabriga y David Zaplana (Ed. Contraluz)
Un guardia civil rural, Caín, encuentra sobre una histórica y monumental balsa romana de un pueblo oscense a un animal monstruoso que deposita de pronto un brazo humano seccionado… Una vedete del Molino de Barcelona de los tiempos del destape, tiene de pronto que enfrentarse a su nada fácil historia personal de supervivencia en la cual, en segundo grado de ficción, está la historia de supervivencia de media España tras la guerra civil… Una periodista de investigación con algo de detective y algo de activista, Vera, está investigando una trama empresarial de contrabando de semillas transgénicas…
Y todo, en esta novela de misterio, de complots, de conflictos familiares, de historia, magia, maldiciones ancestrales, experimentos genéticos y violencia política que se desarrolla en los ejes temporales (la guerra civil y el año 2018), conduce hasta el verdadero protagonista de la obra que es el pueblo de Cadasnos.
La ley del hambre (Ed. Contraluz), última novela de Ana Ballabriga y David Zaplana, no es una novela adscribible al neorruralismo mágico de Luis Mateo Díez (a pesar de la influencia en la resonancia costumbrista de los nombres de los personajes, en la importancia de la oralidad como sustrato narrativo y lo no poco que Cadasnos, el pueblo repleto de caciques crímenes e impregnaciones fantásticas, recuerda por momentos a la Celama de La ruina del cielo), pero algo hay de eso en sus páginas.
La ley del hambre no es en rigor tampoco una novela-enigma como las de Arthur Conan Doyle sobre un animal oscuramente fantástico en un lugar poseído por oscuras supersticiones y crímenes que han de ser resueltos por un genio de la deducción (a pesar de que el elemento mágico-criminal inicial y la resolución de la trama de los animales asesinos que desentraña le deba tanto a El perro de los Baskerville), pero algo hay también de eso en sus páginas.
La ley del hambre no es una novela negra mágica que aprovecha la mitología y magia del lugar mistérico en el que sucede la acción como en las novelas de Dolores Redondo, pero algo hay de las novelas del ciclo de Baztan en la parte de magia y esoterismo y superstición y maldiciones en tablillas de origen romano que hay también en estas páginas.
La ley del hambre no es un country noir, una novela negro-criminal ambientada en un lugar rural fronterizo en muchos sentidos como Meridiano de sangre de Cormac McCarthy o 1280 Almas de Jim Thompson, pero es una referencia interpretativa importante también a la hora de entender esta novela.
La ley del hambre no es una novela documentada sobre la Barcelona de los años del destape como La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza utilizando esta época como pretexto para trenzar una trama histórica con otras dos negrocriminales y forjar un historic noir como para desencasillarse de la etiqueta de novelista negro ha hecho Pere Cervantes en El chico de las bobinas, pero allá le anda...
Pero en La ley del hambre, una novela argumentalmente ambiciosa, hay mucho más. Hay una descripción social y sociológica (realizada mediante el poder de la ficción pro con mucha finura política) de la solapada y eterna lucha de clases entre amanuenses y caciques, entre la supervivencia y la sed de poder, en la España agrícola profunda: una lucha en la que el héroe es quien logra convertirse en un desclasado pero sin perder la memoria histórica, esto es, sin traicionar sus raíces y a sí mismo.
Hay quien dice que el problema de esta novela es la prosa impersonal, casi elemental y desde luego funcional (funcional no en el sentido de la difícil sencillez que tan bien funciona en Baroja y Josep Pla, sino en el de las novelas de quiosco), a la hora de contar una historia con estructura puzzle, que, en su parte Barcelonesa, pediría una prosa menos notarial y más a rica en metáforas a lo Juan Marsé o al menos Terençi Moix, y desde luego pediría una prosa más entre Miguel Delibes, Juan Benet y Cormac McCarthy en la parte del country noir para que no haya disonancias narrativas entre el tema el espacio y el lenguaje (así lo ha hecho el genial Jesús Carrasco en su novela rural imprescindible Intemperie).
Sin embargo nosotros nos quedamos con que el acierto de esta novela es la trama con alto nivel de invención y habilidosamente trenzada, que, a base de sorprendentes puntos de giro argumental, avanza sin desmayo, obsesiva como un tumor, llevando las confluentes subtramas hasta un final explosivo (un final que funciona, tanto como una catarsis de tragedia griega, como al modo alegórico de una soflama política contra los que han vaciado la España vaciada).
Los aciertos de La ley del hambre a nuestro juicio pesan más que nada, y la novela se disfruta mucho.
No se la pierdan.
Luis Artigue
El Taquígrafo